Mi yo adicto vivía en una profunda soledad, no tanto por el hecho de no relacionarme con otros, que sí lo hacía, sino por la forma de hacerlo; lo superficial me resultaba fácil, la relación social me salía de forma natural, pero lo cierto es que para mí era como representar un papel, no me implicaba emocionalmente con quienes contactaba y eso aumentaba la profunda sensación de aislamiento que me envolvía. Así han quedado en mi memoria los recuerdos que el alcohol no se llevó.
La soledad cada vez abarcaba más parte de mi vida, extendiéndose al pasado y al futuro; sentía un vacío perenne que intentaba llenar de forma rápida, bebiendo mucho y prestando atención a los deseos ajenos para comportarme en la manera que creía podrían quererme, aceptarme. Esa actuación, lejos de paliar el dolor lo aumentaba pues yo sabía que a mí, a mi yo real, no era a quien querían porque lo desconocían. Pero ¿me conocía yo? Algo me decía que no.
Por otro lado, ese comportamiento teatral comenzaba a influir en mi entorno que intuitivamente captaba la farsa, de modo que casi todo se contaminaba de inseguridad y superficialidad y, aunque en alguna resaca pensé que morir sería más fácil que seguir viviendo así, la vida se removía dentro de mí y me empujaba a salvarme.
Llegué a MMS como un náufrago llega a la costa, sin saber qué continente es, ni si está habitado, ni cómo serán de hospitalarios sus habitantes en caso de haberlos; encontré gente en aquel lugar y, aunque todo me era extraño, me sentía bien entre otros náufragos que, como yo, luchaban por salvarse. No podía contar con claridad quién era, no lo sabía, me limitaba a escuchar atentamente quiénes eran los demás y, en ocasiones, me identificaba con las palabras de alguien.
Poco a poco fui entendiendo y disfrutando los beneficios del método de la terapia de grupo; he desarrollado mejor dicho, reconocido la constancia como una de mis capacidades, ya que no he perdido ni una sola sesión y, en mayor o menor grado, he puesto mi granito de arena en cada una; también voy dominando mi afán de cavar en el dolor del pasado para poner esa energía en la construcción de un futuro adaptado al yo auténtico que se va perfilando y, además, estoy en contacto con personas que pueden entender mi satisfacción por estos triunfos y mi miedo a no conseguir la meta.
Deshacerse de los hábitos emocionales es tan difícil como deshacerse de los de consumo, pero con el grupo se consigue con menos esfuerzo; por un lado está la fuerza del compromiso, la responsabilidad de saber que si uno falla se debilita la cadena, por otro, la solidaridad entre iguales, algo que la terapia individual no ofrece puesto que el terapeuta está en una posición diferente; cada día que siento a los compañeros del grupo de apoyo al mismo nivel que yo y observo su evolución y veo su empeño para llegar a la recuperación total, me lleno de esperanza y de confianza.
Decía Juan Carlos Onetti que «…cada uno acepta lo que va descubriendo de sí mismo en las miradas de los demás…». Puedo dar fe de ello porque el autodescubrimiento a través del grupo es algo mágico, incluso mis facetas menos agradables vistas por otros me resultan más llevaderas porque sé cómo podría dulcificarlas o utilizarlas en su justa medida. Lo más significativo para mí ha sido aprender a poner límites a la soledad, y el mayor regalo haber encontrado en esta terapia no solo un método para dejar de beber, también una forma de aprender a relacionarme desde la autenticidad.
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