Terapia en defensa propia 

Convencida de que a terapia no van los locos sino quienes tienen la suficiente madurez para hacerse cargo de sus emociones, llegué a MMS con un número considerable de terapias en mi haber; de todas ellas había extraído alguna herramienta para seguir viviendo, pero siempre las envolvía con la bebida y las empleaba tarde, mal o nunca. Con cada copa me olvidaba un poco del respeto y del amor por mí misma y sin ellos la vida se vuelve una pesadilla; me sentía miserable, vacía y desconectada.

Me decidí a pedir ayuda para salir de la bebida la noche que vi las orejas al lobo y tomé conciencia de que la adicción me había ganado la batalla; mi manera de estar en el mundo era un proceso sostenido de autodestrucción, vivía contra mí porque sentía un gran dolor y una profunda soledad que nadie veía desde fuera. Ser funcional consumiendo alcohol era un esfuerzo tan brutal que me desgastaba hasta el infinito, así es que se podría decir que comencé la terapia en defensa propia. 

Para aprender a amarme tuve que armarme

Nunca había hecho terapia de grupo y la decisión me mantuvo inquieta durante los días previos a comenzar; había una ventaja, la terapia era on-line y no sufriría la vergüenza de entrar a un centro para alcohólicos porque ¡por supuesto que yo no lo era!, simplemente bebía un poco más de la cuenta algunos días y solo necesitaba aprender a negociar con el alcohol.

Cualquier grupo me resultaba una amenaza ya que mi forma de relacionarme era a la defensiva, pues al no amarme a mí misma era imposible amar a otros; lo que yo consideraba empatía era más una inversión afectiva para conseguir que los demás me reconocieran y me aceptaran, pero siempre estaba con «la escopeta cargada» y cualquier mirada, frase o acción me parecía dirigida a mí y no precisamente de manera amistosa.

La primera sesión con el grupo fue suficiente para comprender que la terapia de MMS no iba solo de dejar de beber, iba de conocerse, iba de aprender a amarse. Yo, para aprender a amarme tuve que armarme… Me armé de valor, de esperanza, de respeto, de confianza, de comprensión y de disciplina porque me di cuenta de que siguiendo las instrucciones del método ganaba terreno a la adicción y adquiría fuerza para cambiar el curso de mi vida.

No soy rara, estaba perdida

La sensación de desarraigo conduce al consumo, pertenecer al grupo me facilitó dejar de consumir. Es seguro que en su momento algo me dañó y no pude o no supe gestionar mis emociones, quizás nadie me enseñó a hacerlo, pero eso no me convierte en una persona rara, sino en una persona herida que ha utilizado el alcohol para tratar de olvidar que no pertenecía.

Encontrar en las sesiones de grupo un espacio donde priman la comprensión y el respeto, formado por personas con las que podía hablar de mis sentimientos más íntimos, incluso de aquellos que ni siquiera yo sabía que tenía, en la seguridad de que la confidencialidad estaba garantizada fue lo que me abrió las puertas a un mundo olvidado, cuando no desconocido. 

Con el tiempo, al compromiso de no beber se ha unido un comportamiento formal que me aleja cada vez más del consumo: prestar atención a mis compañeros y saber que ellos están pendientes de mí; enlazar los secretos del alma para encontrarme conmigo a través de su mirada; desalterarme con las palabras de quienes viajan en el mismo barco que yo; dejar de vivir a escondidas; compartir el ruido mental para bajar su volumen.

Pero lo que más me ayuda es identificarme con los demás en las historias comunes; es por esas historias comunes que sesión a sesión siento menos vergüenza de mí misma; es en esas historias comunes donde aprendo poco a poco a dar espacio a la persistencia al entender que atender es un verbo continuo; es a través de esas historias comunes como día a día sigo avanzando hacia la libertad y la humanidad perdidas en la botella.

¿Qué es para ti lo más humano? Ahorrarle vergüenza a alguien. ¿Cuál es el sello de la libertad alcanzada? No avergonzarse ya ante uno mismo.
Nietzsche