Va a hacer un año que ocurrió y aún recuerdo con detalle la noche antes de decir que sí a la propuesta de terapia de grupo para dejar de beber. No pude dormir. Lo achaqué a que no había consumido en dos días, un pequeño síndrome de abstinencia, me dije, pero el fondo sabía que el motivo era que por primera vez iba a entrar en un grupo de terapia con la intención de compartir mis problemas -problemas muy íntimos- con personas a las que no conocía de nada. Tenía la ventaja de que al ser on-line estaría en casa parapetada tras una pantalla de ordenador sabiendo, además, que si aquello no me iba bien era libre de no asistir a la siguiente.

Accedí a la sesión como un niño accede al colegio su primer día de escuela, sin saber lo que me iba a encontrar y con más disposición a no regresar que a continuar. El grupo era reducido, unas cuantas ventanas que no me hicieron sentir desbordada. Me sorprendió, eso sí, la bienvenida en la que, uno a uno, se fueron presentando más que por su nombre por la causa que los había llevado a pedir ayuda para salir de la oscuridad del consumo. Yo me presenté de manera escueta y el terapeuta, Santiago, dio comienzo a la terapia indicándome que podía participar si quería. 

Mientras escuchaba a los participantes exponer sus emociones, sus miedos, sus avances… me sentía intermitente, a veces cercana y a veces lejana; cercana a aquellos por cuyas bocas parecía estar hablando yo, lejana de quienes contaban historias que me resultaban ajenas. Mantuve el tipo, la cortesía, las formas; todos los ojos parecían mirarme. No participé. De hecho, para evitarme agobios puse la vista de pantalla solo de quien hablaba y así me quitaba peso, o eso creí. Sin embargo, cuando acabó la sesión, me apetecía volver al menos un día más para entender mejor la mecánica del grupo y también aquellas experiencias que no parecían rozarme.

El segundo día me atreví con una exposición sucinta y resumida que me hizo sentir tan bien que me empujó a continuar y asistir a la siguiente. Luego vinieron muchas más. Dos cosas me daban impulso: podía mantener la abstinencia sin demasiado esfuerzo y no me sentía un bicho raro por padecer una adicción. Comencé a participar un poco más cada vez y, a pesar de que algunos compañeros me gustaban menos que otros, iba entendiendo que lo que no me gustaba en esos otros era, precisamente, lo que rechazaba en mí. Comprendí que no estaba allí para hacer amigos, sino para conocerme a mí misma desde la sobriedad que me había comprometido a mantener durante los meses que durase la terapia.

Habían pasado noventa días desde la primera sesión -a esas alturas ya había decidido que quería que el resto de mi vida transcurriera en sobriedad- cuando decidí cambiar el estado de la pantalla para poder ver a todos durante todo el tiempo, incluso cuando hablaba yo. Me decidí a hacer terapia de grupo de verdad. Al principio estaba muy insegura y temía una respuesta que no perteneciera al guion que yo había previsto, no encajaba bien la crítica porque no estaba acostumbrada a que esta fuera saludable. Yo solía contar mis intimidades cuando había consumido y mi lengua se soltaba y me daba igual quién estuviera delante, de modo que la respuesta que obtenía era generalmente o bien poco amable o, por el contrario, insultantemente compasiva.

Cuando comencé a entender que las respuestas que se daban en el grupo no eran críticas sino devoluciones de personas que estaban sintiendo lo mismo que yo y se identificaban con lo que exponía, supe que estaba con los compañeros de viaje adecuados. Y me solté un poco más, y otro poquito más y pasaron seis meses y yo me sentía mucho mejor y más serena; y pasaron nueve meses y yo me sentía mejor aún no solo conmigo o con mi grupo de origen, sino con todas las personas que se iban incorporando a la terapia y también con el resto del mundo.

Hoy, a punto de cumplir un año desde aquella noche de insomnio, sigo trabajando desde mi sobriedad la mejor versión de mí misma y el miedo al grupo se ha transformado en confianza en mis compañeros. Ahora sé que si camino de la manera que lo hago es porque el grupo me da la fuerza y el apoyo precisos, porque ellos entienden lo que siento y yo entiendo lo que sienten ellos y, aunque a veces no nos podemos ayudar tanto como quisiéramos y alguno tropezamos, siempre estamos todos ahí para tender una mano y para, si es necesario, regañar desde el cariño, y para reconocer en el otro el esfuerzo que uno mismo hace cada día para mantenerse consciente y estar vivo en lugar de vivir anestesiado.

Y es que, tal vez, como dijo Ernesto Sabato «Parece como que uno termina por encontrarse al final con las personas que debe encontrar».